“En
él se decía, poco más o menos,
que los personajes del libro no eran de papel, sino de carne y hueso,
y en menos que cantaba un gallo, ¡flap!, le hinchaban a uno un ojo.
Luego lo hicieron, o lo intentaron hacer.”
Francisco
Candel. ¡Dios, la que se armó!
Hoy
en día ser escritor no es nada extraordinario. Sí lo era hace cien
años, cuando el porcentaje de la población que sabía leer y
escribir era muy pequeño, sin embargo en la actualidad, allí donde
la producción industrial es la dominante, todo el mundo sabe leer y
escribir con más o menos soltura. Por lo tanto es lógico que mucha
mas gente intente poner por escrito sus inquietudes narrativas o
poéticas.
Cuando
lo que hoy entendemos por medios audiovisuales no existían, en
cualquier familia o colectivo aparecían 'contadores de historias' y
'recitadores de poesías' que, sin más ánimo que el de entretener,
saciaban la necesidad de fantasía que todos tenemos. Igualmente,
cuando los adolescentes no disponían de tantos aparatos
electrónicos, era muy habitual que alguno atrajera al resto con su
habilidad para contar 'aventis'. Eran los últimos coletazos de la
cultura oral.
Esa
forma de cultura, la oral, se desarrollaba en la proximidad y
colectivamente. El narrador no trabajaba aislado en su paraíso y
sometido al cruel capricho de las musas, que es el nombre literario
de las patologías típicas y tópicas que suelen padecer este tipo
de creativos sometidos a la soledad, muy al contrario, los
'cuentistas' se las veían y deseaban para mantenerse en los cauces
que las musas, en sus ensoñaciones solitarias, les infundían. Es
más, las propias musas no podían eludir el impacto de las
reacciones de los oyentes que el narrador recogía inmediatamente
tras cada una de sus palabras, sin necesidad de intermediarios como
'críticos literarios' y otros opinadores que, en mayor o menor
medida, contaminan esa reacción. En la cultura oral la interacción
entre el autor y su público era algo real y directo, con la virtud
de que el oyente devenía fácilmente en protagonista, pues la
proximidad del narrador no era solo de coincidencia en el mismo acto,
sino que abarcaba todo lo cotidiano, autor y oyente eran parte de la
misma familia o colectivo y, en esa medida, del mismo universo
fantástico o literario.
Sin
embargo, no es la electrónica la responsable de que la cultura oral
haya desaparecido, muy al contrario, puede llegar a ser un medio para
recuperar los aspectos positivos y necesarios de esa 'tradición
oral'. El verdadero responsable es nuestro sistema de producción que
requiere, para su control y aprovechamiento, células vitales o de
convivencia cada vez más pequeñas. Hoy en día, una familia mínima
compuesta de un solo adulto y una criatura es perfectamente viable,
sin embargo una familia numerosa es muy problemática. El 'sistema de
vida' que se desprende de nuestro sistema de producción, por más
ventajas que económicamente pueda aportar, hace inviable una cultura
más o menos oral pués tiende a aislar a las personas. Detalle este
que abre desmesuradamente los ojos de los mercachifles de siempre:
una sociedad atomizada necesita muchos más bienes de consumo que una
sociedad cuyas unidades de consumo son familias como las de hace cien
años.
Así,
esa coincidencia de intereses, el interés de los amos del aparato
productivo, que prefieren pactar el trabajo con gente aislada antes
que con colectivos, y el interés de los amos del aparato comercial
que necesitan vender muchísimos productos, nos arrastran al
individualismo y la uniformidad, utilizando un espectacular y
desmesurado aparato cultural. Los mismos héroes, los mismos mitos,
los mismos mensajes, ya sea en Tokyo, Buenos Aires, Moscú o
Barcelona. Mitos y héroes que se repiten obsesivamente. Machacantes
mensajes que exaltan al individualismo, al héroe solitario que se
eleva por encima del colectivo y lo domina.
En
tales condiciones no es posible una cultura próxima, elaborada entre
todos y no dictada por las grandes empresas y corporaciones. Es
imposible que realmente cumpla su función fundamental como
generadora del colectivo e integradora de las personas como nodos
imprescindibles de ese colectivo, nodo, a su vez, de la gran red
humana.
La
literatura, entendida como la realidad narrada, es una necesidad
básica para ese menester, es el soporte de cada una de nuestras
propias realidades, la necesitamos para no sentir nuestra propia
historia personal como un tronco a la deriva. Sin embargo, conforme
la cultura oral se ha ido sustituyendo por cultura mercantilizada, la
literatura ha ido perdiendo proximidad, podemos sentirnos cercanos al
protagonista pero no sentirnos los propios protagonistas, tal y como
una vecina se sentía de la narración que se generaba en el corro de
mujeres frente a la puerta de la casa, o en la tertulia del bar en el
caso de los hombres o a la vera del brasero escuchando a la abuela o
el abuelo. El chaval que explicaba una 'aventi' a sus compañeros,
ponía mucho cuidado en que cada uno de los oyentes apareciera en la
narración, protagonismo que el interesado discutía y matizaba hasta
sentirse a gusto en el personaje. Esa es la clase de literatura que
se ha perdido dejándonos huérfanos de nuestra propia historia, es
decir, troncos a la deriva en un océano alienante.
No
obstante los avances técnicos que, aparentemente, van dejando
obsoletas las formas tradicionales de saciar la necesidad social de
fantasía o literatura, las personas con inquietudes narrativas y
poéticas siguen apareciendo allá donde aparece humanidad, con la
terquedad propia de los fenómenos naturales. No hay más que darle
un vistazo a los numerosos portales dedicados a la autoedición y
comprobar las miles de novedades que aparecen mensualmente. Es el
desmesurado esfuerzo que, al margen de sus aspiraciones personales,
esas personas, esos creativos de la proximidad, ponen para dejar
registro de la pequeña historia, pero necesaria y entrañable, que
crece a su alrededor. Sus argumentos pueden ser remotos y peregrinos,
y hasta su calidad puede no estar a la altura de los textos que las
grandes editoriales lanzan, sin embargo, puestos en la manos de
quienes los inspiraron, es decir del entorno del autor, satisfacerán
su necesidad de protagonismo porque el esquema mental reflejado en el
contexto, que el autor adquiere de su cotidianidad, sera exactamente
el suyo.
Sabemos
que la naturaleza nunca trabaja por capricho y, así como la fiebre
es señal de infección y el aire de diferenciales de presión, la
superproliferación de escritores no puede deberse tan sólo a los
delirios de gente aburrida, aprovechando que saben leer y escribir.
De cualquier manera, el fenómeno supone un ingente potencial que, a
pesar de los esfuerzos casi heroicos de los autores, nunca llega al
terreno fértil donde daría ese fruto necesario. Nunca llegan a sus
lectores naturales y próximos que, viéndose reflejados,
interactuarían con el narrador, ayudándole en la precisión de sus
registros de la realidad que los envuelve.
Se
trata de un ser vivo engendrado por el colectivo y parido por el
autor, pero que sólo una retroalimentación adecuada puede mantener
con vida y dar el fruto para el que, al margen de las intenciones del
autor, fueron concebidos. Acaso y además de la buena labor que ya
llevan a cabo, valdría la pena dotar a las bibliotecas de barrio de
los medios necesarios para estimular, buscar y poner a disposición
de los vecinos ese potencial, facilitando espacios donde lectores y
autores cierren el bucle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario