viernes, 26 de octubre de 2018

ESCRITORES DE PROXIMIDAD


En él se decía, poco más o menos, que los personajes del libro no eran de papel, sino de carne y hueso, y en menos que cantaba un gallo, ¡flap!, le hinchaban a uno un ojo. Luego lo hicieron, o lo intentaron hacer.”

Francisco Candel. ¡Dios, la que se armó!



Hoy en día ser escritor no es nada extraordinario. Sí lo era hace cien años, cuando el porcentaje de la población que sabía leer y escribir era muy pequeño, sin embargo en la actualidad, allí donde la producción industrial es la dominante, todo el mundo sabe leer y escribir con más o menos soltura. Por lo tanto es lógico que mucha mas gente intente poner por escrito sus inquietudes narrativas o poéticas.

Cuando lo que hoy entendemos por medios audiovisuales no existían, en cualquier familia o colectivo aparecían 'contadores de historias' y 'recitadores de poesías' que, sin más ánimo que el de entretener, saciaban la necesidad de fantasía que todos tenemos. Igualmente, cuando los adolescentes no disponían de tantos aparatos electrónicos, era muy habitual que alguno atrajera al resto con su habilidad para contar 'aventis'. Eran los últimos coletazos de la cultura oral.

Esa forma de cultura, la oral, se desarrollaba en la proximidad y colectivamente. El narrador no trabajaba aislado en su paraíso y sometido al cruel capricho de las musas, que es el nombre literario de las patologías típicas y tópicas que suelen padecer este tipo de creativos sometidos a la soledad, muy al contrario, los 'cuentistas' se las veían y deseaban para mantenerse en los cauces que las musas, en sus ensoñaciones solitarias, les infundían. Es más, las propias musas no podían eludir el impacto de las reacciones de los oyentes que el narrador recogía inmediatamente tras cada una de sus palabras, sin necesidad de intermediarios como 'críticos literarios' y otros opinadores que, en mayor o menor medida, contaminan esa reacción. En la cultura oral la interacción entre el autor y su público era algo real y directo, con la virtud de que el oyente devenía fácilmente en protagonista, pues la proximidad del narrador no era solo de coincidencia en el mismo acto, sino que abarcaba todo lo cotidiano, autor y oyente eran parte de la misma familia o colectivo y, en esa medida, del mismo universo fantástico o literario.

Sin embargo, no es la electrónica la responsable de que la cultura oral haya desaparecido, muy al contrario, puede llegar a ser un medio para recuperar los aspectos positivos y necesarios de esa 'tradición oral'. El verdadero responsable es nuestro sistema de producción que requiere, para su control y aprovechamiento, células vitales o de convivencia cada vez más pequeñas. Hoy en día, una familia mínima compuesta de un solo adulto y una criatura es perfectamente viable, sin embargo una familia numerosa es muy problemática. El 'sistema de vida' que se desprende de nuestro sistema de producción, por más ventajas que económicamente pueda aportar, hace inviable una cultura más o menos oral pués tiende a aislar a las personas. Detalle este que abre desmesuradamente los ojos de los mercachifles de siempre: una sociedad atomizada necesita muchos más bienes de consumo que una sociedad cuyas unidades de consumo son familias como las de hace cien años.

Así, esa coincidencia de intereses, el interés de los amos del aparato productivo, que prefieren pactar el trabajo con gente aislada antes que con colectivos, y el interés de los amos del aparato comercial que necesitan vender muchísimos productos, nos arrastran al individualismo y la uniformidad, utilizando un espectacular y desmesurado aparato cultural. Los mismos héroes, los mismos mitos, los mismos mensajes, ya sea en Tokyo, Buenos Aires, Moscú o Barcelona. Mitos y héroes que se repiten obsesivamente. Machacantes mensajes que exaltan al individualismo, al héroe solitario que se eleva por encima del colectivo y lo domina.

En tales condiciones no es posible una cultura próxima, elaborada entre todos y no dictada por las grandes empresas y corporaciones. Es imposible que realmente cumpla su función fundamental como generadora del colectivo e integradora de las personas como nodos imprescindibles de ese colectivo, nodo, a su vez, de la gran red humana.

La literatura, entendida como la realidad narrada, es una necesidad básica para ese menester, es el soporte de cada una de nuestras propias realidades, la necesitamos para no sentir nuestra propia historia personal como un tronco a la deriva. Sin embargo, conforme la cultura oral se ha ido sustituyendo por cultura mercantilizada, la literatura ha ido perdiendo proximidad, podemos sentirnos cercanos al protagonista pero no sentirnos los propios protagonistas, tal y como una vecina se sentía de la narración que se generaba en el corro de mujeres frente a la puerta de la casa, o en la tertulia del bar en el caso de los hombres o a la vera del brasero escuchando a la abuela o el abuelo. El chaval que explicaba una 'aventi' a sus compañeros, ponía mucho cuidado en que cada uno de los oyentes apareciera en la narración, protagonismo que el interesado discutía y matizaba hasta sentirse a gusto en el personaje. Esa es la clase de literatura que se ha perdido dejándonos huérfanos de nuestra propia historia, es decir, troncos a la deriva en un océano alienante.

No obstante los avances técnicos que, aparentemente, van dejando obsoletas las formas tradicionales de saciar la necesidad social de fantasía o literatura, las personas con inquietudes narrativas y poéticas siguen apareciendo allá donde aparece humanidad, con la terquedad propia de los fenómenos naturales. No hay más que darle un vistazo a los numerosos portales dedicados a la autoedición y comprobar las miles de novedades que aparecen mensualmente. Es el desmesurado esfuerzo que, al margen de sus aspiraciones personales, esas personas, esos creativos de la proximidad, ponen para dejar registro de la pequeña historia, pero necesaria y entrañable, que crece a su alrededor. Sus argumentos pueden ser remotos y peregrinos, y hasta su calidad puede no estar a la altura de los textos que las grandes editoriales lanzan, sin embargo, puestos en la manos de quienes los inspiraron, es decir del entorno del autor, satisfacerán su necesidad de protagonismo porque el esquema mental reflejado en el contexto, que el autor adquiere de su cotidianidad, sera exactamente el suyo.

Sabemos que la naturaleza nunca trabaja por capricho y, así como la fiebre es señal de infección y el aire de diferenciales de presión, la superproliferación de escritores no puede deberse tan sólo a los delirios de gente aburrida, aprovechando que saben leer y escribir. De cualquier manera, el fenómeno supone un ingente potencial que, a pesar de los esfuerzos casi heroicos de los autores, nunca llega al terreno fértil donde daría ese fruto necesario. Nunca llegan a sus lectores naturales y próximos que, viéndose reflejados, interactuarían con el narrador, ayudándole en la precisión de sus registros de la realidad que los envuelve.

Se trata de un ser vivo engendrado por el colectivo y parido por el autor, pero que sólo una retroalimentación adecuada puede mantener con vida y dar el fruto para el que, al margen de las intenciones del autor, fueron concebidos. Acaso y además de la buena labor que ya llevan a cabo, valdría la pena dotar a las bibliotecas de barrio de los medios necesarios para estimular, buscar y poner a disposición de los vecinos ese potencial, facilitando espacios donde lectores y autores cierren el bucle.

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